Identidades marcadas vs identidades invisibles

Todos somos iguales y todos somos a la vez diferentes. Valorar positivamente las diferencias que nos constituyen como sujetos es el único modo de relacionarnos con los otros y vivir, gozando plenamente de los derechos y pudiendo desarrollar nuestras capacidades intelectuales y afectivas por fuera de cualquier imposición que pretenda jerarquizarnos en categorías.


Qué difícil es hablar de “diferencias” entre los adolescentes, con ellos que son los que se mueven en bloque, piensan en bloque y luchan e  intentan la aceptación de los otros en nombre de ser  “iguales” a sus pares.

Sin embargo sabemos que todos y todas somos diferentes porque venimos de diferentes culturas, con una herencia familiar diferente, con costumbres y hábitos diferentes y hasta con valores distintos.

Todos estos determinantes impactan en nuestra subjetividad y nutren nuestra personalidad de manera única. Esa construcción ya nos hace diferentes al otro, sin embargo en la adolescencia en  la construcción  de la identidad adolescente buscamos como espejo al otro y a los otros intentando unificarnos, como parte de una masa donde todos aparentemente iguales. Solo
es posible pensar un nosotros en relación a otros, a la empatía, a intereses comunes y relaciones de afecto que compartimos.

Las identidades van a direccionarse entonces, a procesos educativos, culturales y a vínculos afectivos por los cuales vamos conformando quiénes somos. La identidad es algo plural, ya que
no somos una cosa o la otra y sólo eso. Somos a partir de múltiples características, la comida que nos gusta, la música que escuchamos o la ropa que usamos, y también cómo definimos nuestro género y nuestra sexualidad, todo resultado de procesos complejos de construcción relacional.

Pero las identidades no son algo fijo, sino que sufren transformaciones dependiendo no sólo de
las experiencias personales sino también de los contextos y las oportunidades que se nos presentan.
En la sociedad existen identidades que son más valoradas que otras, pero esto no tiene que
ver con una característica propia de cada de una de ellas, sino con el propio funcionamiento del paradigma de la normalidad de esa sociedad. Este construye jerarquías entre las diferentes personas o grupos  haciendo que algunas identidades  valgan más que otras.

El problema con las identidades no son las diferencias que se establecen entre ellas, sino que lo normal transforma esas diferencias, primero en defectos, y luego en desigualdades.

Es en una etapa tardía de la adolescencia cuando las identidades comienzan a expresarse, cuando aparecen signos de diferenciación personal, cuando cada adolescente muestra pequeños indicios de pensares y sentires diferentes, que pueden tener para su personalidad novedosa un costo alto, ya que chocan con el pensamiento colectivo de sus grupos.

La imagen corporal suele ser una construcción muy importante de aceptación personal que  ayuda a posicionarse en su grupo y a comunicarse con palabras y gestos de modo que confronta a su grupo desde su individualidad.

Claro que no es el caso de la mayoría de los adolescentes, la discriminación por un intento de mostrarse diferente  puede ser una barrera que limita al adolescente en su intento de diferenciarse. La desvalorización de alguna particularidad por parte de los pares es de un peso demoledor en algunos adolescentes, que lo hacen sentir inferior restándoles posibilidades de ser él mismo.

Trabajar sobre las diferencias de las personas y resaltar las potencialidades de cada uno  es fundamental para que se animen a expresarse y desarrollarse de manera íntegra. Dentro del paradigma de la diversidad, las diferencias lejos de ser percibidas como dificultades son vistas como oportunidades de diálogo y enriquecimiento entre todos los seres humanos,

Porque no sólo somos diferentes, también tenemos iguales derechos a serlo.

Trabajar con los adolescentes sobre derechos es enseñarles que los derechos humanos son aquellos derechos relacionados con la dignidad de todas las personas por el sólo hecho de ser humanos, y se basan justamente en el principio de no discriminación e igualdad. Sin ellos no podemos desarrollar plenamente nuestras capacidades ni satisfacer nuestras necesidades.
Es por esto que sobre todo en la adolescencia debemos enseñarles que, si bien el encuentro con el otro en los grupos de pertenencia es fundamental para el desarrollo de su identidad, todos tienen derecho a crecer en  una identificación libre de prejuicios aunque sea diferente a la del grupo de referencia.

El respeto por el otro y su ideología será la base de la vida en sociedad a futuro y este es un ejercicio que debe comenzar a edades tempranas y proyectarse al resto de la vida.

Ejercer la ciudadanía en un marco de derechos humanos es comprender que la no discriminación es el respeto por la diferencia y la diversidad cultural.
De esta forma, la igualdad y la universalidad de los DDHH deben ser entendidas no como una negación de las diferencias sino como la aceptación de las mismas.

                        “Discriminar es jerarquizar a los seres humanos en razón de cualquier

                          pretexto. Contra lo que suele creerse, no es lo contrario de igualdad,

                          si por tal se entiende que todos debemos ser iguales.”

Discriminar es impedir, obstruir, limitar o menoscabar el pleno ejercicio de los derechos y garantías, de manera arbitraria, de alguien utilizando como pretexto su género, etnia, creencias religiosas o políticas, nacionalidad, situación social o económica, orientación sexual, edad, capacidades o caracteres físicos, entre otras condiciones.

Los pretextos para discriminar pueden ser múltiples, color, sexo, etc., pero la discriminación nace siempre del mismo esquema de valoración social y cultural.   

El problema surge cuando existen situaciones de discriminación que no están regulados legalmente y entonces existe sólo en forma de prácticas sociales discriminatorias.

Hostigar, maltratar, aislar, agredir, segregar, excluir y/o marginar a cualquier miembro de un grupo humano por el sólo hecho de pertenecer a ese grupo, son ejemplo de ellas.
Crear o colaborar en la difusión de generalizaciones desvalorizantes o prejuicios acerca de cualquier grupo humano o persona, como así también utilizar las diferencias propias de cada uno/a de nosotros/as para establecer jerarquías, también son ejemplos de prácticas sociales discriminatorias.
Por más que muchas de estas prácticas sociales pueden no ser penalizadas por la ley, por no existir en ese acto una vulneración de derechos, definitivamente contribuyen a favorecer situaciones que terminan negando el pleno ejercicio de un derecho.

Sucede que las personas no dejarán de ser discriminadas, porque las prácticas discriminatorias no nos están hablando de las personas discriminadas, sino más bien de la mirada de quienes están discriminando, una visión que por más que parezca personal e individual responde a un conjunto de prejuicios y estereotipos.

Si pensamos a quiénes se discrimina, la respuesta más segura será: Al que es diferente. Pero  ¿diferente de quién? porque todos y todas somos diferentes, de eso na hay duda.

Por allí asomará el concepto de normalidad, discriminamos a quienes de una u otra manera no entran en el molde de lo que social y culturalmente se define como lo normal.

Lo curioso es que esa construcción de “normalidad”, no permite que nadie pueda habitarla. No existe quien en toda su vida no salga de ese modelo estrecho y arbitrario, más allá de que algunas de sus características sean reconocidas como parte del mundo normal.

¿Qué es lo normal  y quién lo define? En realidad no existe, no es real,  es una construcción hecha en base a las creencias predominantes que confrontan todo el tiempo en cada sociedad y en cada momento histórico.

Es una manera particular de ver al mundo, una mirada que organiza cómo vivimos, y valoramos nuestros vínculos y relaciones sociales.
El paradigma de normalidad moderno ha sido  ese modelo en el que lo más legitimado es ser varón, blanco, adulto, con educación formal y recursos económicos, católico, heterosexual y sin discapacidad visible. Quienes no entran dentro de ese ajustado esquema, son vistos como los diferentes, los anormales, los inferiores, los peligrosos.

Este paradigma irreal es en definitiva el que genera discriminación y desigualdad en la sociedad. Monstruos con los que debemos luchar reconociendo sus orígenes y haciendo foco en ellos.

   
La discriminación, muchas veces no es parte del  pensamiento propio,  es la manifestación de un prejuicio. Los prejuicios son opiniones previas de carácter negativo, que se construyen socioculturalmente a través del tiempo.


                   La discriminación resta, no sólo a quien es discriminado sino también

                    a quien discrimina”.


Los prejuicios nos limitan
a todos y todas porque no nos permiten descubrirnos y enriquecernos con nuestras propias diferencias.


                      “Toda persona siempre es más grande que lo que puede caber dentro

                       de una etiqueta, por eso cada vez que los prejuicios hablan por vos,

                       o de vos, tu mirada se limita, tu horizonte se achica”.

Podemos definir las identidades como marcadas, y naturalizadas o invisibles, asociadas generalmente al paradigma de la normalidad.
Las identidades marcadas son aquellas que están estigmatizadas y se las piensa como anormales. Esto sucede cuando en la calle reconocemos y hacemos foco sobre una pareja homosexual, mientras que las parejas heterosexuales no son motivo de atención, funcionan como identidades neutrales, parte de lo natural.  Es el mismo mecanismo que opera en otros tipos de temáticas, étnicas, religiosas, o el aspecto físico. Lo diferente a los parámetros de normalidad forma parte de esa identidad marcada que estigmatiza a algunas personas. Que inclusive tiene una impronta particular desde el momento que ser “negro” es una calificación que puede ser despectiva en nuestro entorno, porque el ser “blanco” es la identidad invisible y naturalizada en nuestro país, mientras que en un país africano la situación sería inversa.

Cada persona es única, con sus características, forma de hablar, deseos, habilidades, que lo hacen diferente a otras personas. Respetar y reconocer esas diferencias, intentando valorizarlo como ser humano y asumirlo como parte de nuestra sociedad, es parte de lo que debemos transmitir a nuestros hijos y alumnos. Trabajar en ello es mi pequeño aporte.    




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